Más allá del papel y la tinta
Las historias se crean para ser contadas. Pero no es lo mismo conocer una historia que empaparse de ella. Cuando leemos un libro, vemos una película o, sobre todo, jugamos a un videojuego, no basta con seguir la trama y conocer el final. El aspecto interesante viene cuando la historia pasa por nosotros, en lugar de nosotros por la historia. Así, cuando jugamos, paramos de vez en cuando para hablar con personajes secundarios, intentamos leer documentos esparcidos por el escenario y, en general, nos gusta enterarnos en la medida de lo posible de lo que ha sucedido en el mundo, más allá de la narración principal.
¿Y si pudiésemos “jugar” libros; navegar por sus escenas a placer, entrando en sus mundos y conociendo a sus habitantes? The Bookwalker: Thief of Tales nos propone una idea similar dentro de una sociedad distópica. Los biblionautas, como nuestro protagonista Etienne, poseen la capacidad de adentrarse en las historias de otros. Es más, pueden meter y sacar objetos si es necesario. Pero Etienne tiene un problema: su trabajo de escritor se ha truncado por un motivo que desconocemos y, por desgracia, le han colocado unas esposas que le impedirán ejercer durante muchos años. La policía editorial no se anda con tonterías, pero Etienne está desesperado, así que recurre a la única solución que ve viable: convertirse en ladrón, haciendo trabajos para algún agente de los bajos fondos que promete facilitarle la libertad a cambio de “recuperar” ciertos objetos.
Si pensábais que tenías un bloqueo creativo donde ni sois capaces de disfrutar mucho las historias ajenas, ni sois capaces de crear las vuestras propias, preparaos para un Etienne que lleva ansiando escribir mucho tiempo, pero al que se le ha privado de poder hacerlo. Su apartamento se encuentra en un edificio antiguo y el ambiente es tan curioso como opresivo. Todo está siempre oscuro, las escaleras crujen y las puertas suenan con fuerza. Cuando llaman a la puerta, alguien deja un maletín con las instrucciones del trabajo de turno, pero sale corriendo antes de que nadie pueda verle. ¿Y los vecinos? Esos son los peores. En esta sociedad parece que la cercanía nos ha abandonado y todos vivimos a base de portazos y mucha reticencia a interactuar con el otro.
El bucle de juego es, con sus matices aquí y allá, más o menos el mismo: las escenas en el mundo real son en primera persona, pero pronto colocamos el maletín sobre la mesa, repasamos un poco las tareas y nos sumergimos entre las páginas del libro como si de esa novela que nos tiene enganchados todas las noches se tratase. Comienza entonces la aventura en perspectiva isométrica por uno de los varios y dispares mundos que visitaremos a lo largo de The Bookwalker, cada uno más curioso que el anterior. Lo bueno es que poseen un toque familiar hacia algunas narrativas que ya conocemos, pero con una vuelta de tuerca aplicada para, por ejemplo, hacer sci-fi algo que asociábamos a la fantasía. Así, conseguir cierto martillo mitológico será bastante diferente a lo que podríamos imaginarnos. Mi favorito, sin duda, es uno de los últimos mundos, donde trenes, un desierto y una ciudad conviven sometidos a tormentas, mientras sus habitantes intercambian bienes como pueden.
La gracia de The Bookwalker está en el fino hilo que separa ficción de realidad. Sabiendo que podemos extraer e introducir objetos en las historias, ¿hasta qué punto los personajes son solo personajes y no personas? ¿Debemos apenarnos por lo que les suceda en la trama? ¿Y si somos nosotros, individuos externos, los que les estamos causando algún mal? Estos dilemas no dan la sensación de tener demasiadas soluciones al fin y al cabo, pero sí que nos dejan con un sabor de boca amargo por haberla liado cuando no tocaba, además de recibir una reprimenda de Roderick, nuestro compañero. Ah, claro, se me olvidaba mencionar que llevaremos una especie de lata con nosotros que, por algún motivo, contiene a un sujeto que nos echará una mano haciéndonos de guía, ya que posee acceso a la “no linealidad” del libro. Es decir, puede conocer pasado, presente y futuro buscando en páginas más adelante, mientras que nosotros estamos algo limitados a la escena del momento.
El juego en sí mismo es bastante simple en cuanto al desafío que propone. Sus acertijos suelen implicar simplemente haber recorrido todas las salas del mundo en el que nos encontremos y, a ser posible, haber interactuado con los objetos dispuestos para ello. Eso nos permite, además, recolectar algunos materiales para convertirlos en herramientas y poder abrir cajas, puertas, etcétera. Hace falta un poco de ingenio para resolver algunos puzles, pero suelen reducirse a volver a una sala anterior, conseguir un objeto que antes no podíamos obtener y utilizarlo en la nueva sala, además de alguna diatriba conversacional aquí y allá. Si nos atascamos siempre podemos pedirle ayuda a nuestro compañero, que puede llegar a sugerir el salir del libro y probar a ver si alguno de nuestros extremadamente poco amables vecinos se dignará a cedernos una herramienta que pueda servir.
Más allá de vagar por los mundos literarios tocará combatir de vez en cuando. Este es un punto algo flojo, donde The Bookwalker se pone “serio” y nos exige un nivel mayor de atención que, a mi juicio, tiene un enfoque equivocado. En los combates por turnos, en general, nos solemos encontrar con cierto equilibrio de poderes. Ataque y defensa son un flujo de decisiones que, cuando uno comete la decisión equivocada, se produce una situación que el otro puede aprovechar. Pero en cualquier RPG solemos tener estadísticas y equipamiento que han ido mejorando con el tiempo, dándonos más margen de error. Así, podemos arriesgarnos a atacar aún a sabiendas de que recibiremos ataques poderosos que nuestro personaje resistirá (luego llegaba un jefazo, nos lanzaba un ataque en área devastador y tocaba cargar partida por no defendernos, claro). En The Bookwalker, sin embargo, el margen de error es muy reducido desde un inicio y, además, no mejorará demasiado a pesar de conseguir variantes de nuestras habilidades.
No es un mal sistema de combate, pero se siente básico y no termina de ser muy divertido, pues nos obliga a estar robando tinta, el material que nos permite utilizar habilidades. Esto hace que el combate se alargue porque nos quedamos sin ella a velocidad endiablada por estar aturdiendo a enemigos o protegiéndonos. Y sí, podría ser peor, pero no dejo de pensar en cómo podría haber tendido hacia las ideas de Disco Elysium, más roleras, más literarias. Una conversación o una toma de decisiones constante, al estilo del resto del juego, en lugar de un combate que acaba siendo más anecdótico que otra cosa.
Caminando entre líneas
Sin duda, la gente de Do My Best, creadores de The Final Station, han hecho un juego más que interesante. Sus premisas son curiosas y sus reflexiones sobre la creatividad, sus giros de guion y, por supuesto, su worldbuilding, son estupendos. Pero la principal pega del juego, en general, es que guía demasiado: podemos salir del libro y usar objetos de fuera, pero siempre se indica cuándo hacerlo, así como Roderick nos indicará cuándo deberíamos recoger algo que dejamos atrás antes. Uno espera cierta iniciativa del jugador, pero no llega a permitirse tal suceso. Eso sí, cada vez que terminaba un libro estaba ansioso por saber cuál iba a ser el siguiente, no por la trama en sí misma (que no vivimos como biblionautas, pues solo vinimos a un momento concreto), sino por sus personajes y su diseño de mundo, llenos de ideas novedosas pero también de referencias. ¿Qué mundo descubriremos ahora?
Esta crítica se ha realizado con una copia digital adquirida por la propia redacción.